Raíces
A veces veo colores. Cada uno tiene su significado. Una persona amarilla está ansiosa. Naranja, está mintiendo. También distingo capas. Algunas tienen forma de máscaras. Verlas me incomoda. Sobre todo las que son gruesas. Esas son las peores. No dejan pasar ni una molécula de luz. Pesadas máscaras. Me gustaría arrancárselas a todos ¿Está mal pensar así? Hay algo en la violencia que me cautiva. Pienso que si yo tengo odio, todos deben tenerlo. En el fondo no somos tan diferentes, salvo por las máscaras. Después están los sabores. El metálico simboliza peligro. Siento gusto a plomo. La peor de las señales, incluso más bajo que el cobre o el hierro. Metal pesado. Me lleva diez metros bajo tierra. Me va hundiendo de a poco. Nunca toco fondo. Siempre se puede estar peor. Por suerte está el cielo. Es lo que pienso mientras me hundo en la espesura del barro. El cielo nunca se va ¿Es un consuelo falso? ¿A quién le importa? Para mí es un bálsamo. Bendito bálsamo que me saca del desorden. Soy una semilla que busca deshacerse. Es la única manera de volver a vivir. Disolver la corteza y brotar. Eso es lo que busco. Para eso me entierro. Perversos procesos de evolución. Tiene que haber alguien riéndose de nosotros. Es el único significado que encuentro. Miro a la gente que me rodea. Los chicos son aros de luz, como halos solares, solo que ahora no brillan. Es un entierro. No hay razón para brillar. El sacerdote emana naranja por todas partes. Clérigo mentiroso. El resto de las personas exhiben negro. Es el color del luto. Mientras tanto me sigo hundiendo, junto con ellas. O con la idea de ellas.
Bajan con sogas el primer cajón vacío. Miro las manos de los sepultureros. ¿Cuántas veces habrán repetido el mismo movimiento? No llevan guantes. Su piel ya formó los callos necesarios para soportar la fricción. Pienso en las mías. Están en carne viva. Toda mi existencia está en carne viva. Siniestros procesos de crecimiento. Necesito formar callos. Necesito protegerme. Entonces vuelvo al cielo. Perfecto azul. Me pierdo entre las nubes. El sonido estridente de las roldanas girando me trae de vuelta. El ruido actúa de espejo. Refleja la incomodidad que sentimos todos. Incomodidad es magenta. Nadie quiere estar ahí. Yo no quiero estar ahí. El calor, los mosquitos y la falta de viento aumentan mi desamparo. Ninguno se anima a decirlo, pero en el aire se puede sentir el olor a desidia. No hay madera, por más caro que sea el féretro, que pueda camuflar la sensación de abandono y falta de esperanza. La derrota es contagiosa. Mucho más si se parte en tres. Al menos el alivio general es unánime. Murieron todas juntas, aunque yo sé que no es cierto. Falta alguien. Falto yo.
La idea del campamento fue idea mía. También la de dejar los teléfonos y mantener la locación en secreto. Era un viaje de amigas, sin interrupciones, sin emergencias ni acontecimientos impredecibles que rompieran con la magia de un fin de semana solas. A no ser por un detalle. A último momento las traicioné. No fui, y no tengo excusa para eso. Podría inventar un millón de razones, pero ninguna es válida. La verdad es que no me animé y dejé a mis amigas irse solas. Ahora me paro encima de sus tumbas petrificada. No solo perdí a mis hermanas de vida, sino que no tengo idea de qué fue lo que les pasó. La policía declaró que la carpa estaba rota desde adentro, como si hubieran querido escapar de una amenaza interna. Pude ver las fotos de los tajos en el nylon. Sin dudas habían tenido miedo. Algunos horizontales, otros verticales evidenciaban ese instinto de supervivencia que tantas veces compartí. Los cuerpos nunca fueron encontrados. Sin otros predadores en la zona, algún puma solitario se llevó la culpa hasta que aparecieron las marcas. A metros del campamento distintos patrones de piedras colocadas en forma de espiral desorientaron a los investigadores. Ubicados alrededor de la carpa y sitiándola en un círculo medido con precisión, no solo le dieron al caso otra dimensión, sino que también revalidaron mis sospechas. No fue un puma, ni un hecho al azar, fue algo mucho más feroz e inhumano.
Mientras más lo pienso, más me convenzo. Aunque me cueste admitirlo tiene que ver con eso que no se dice, no se admite, por momentos lastima y nunca se olvida. Tiene que ver con nosotras y nuestro universo, nuestras tormentas, desiertos, terremotos y volcanes, con nuestra hambre, nuestro odio y vacío. Somos una galaxia repleta de agujeros negros, y nos acaba de tragar uno por completo. Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad decía Jung. Ya no es posible fantasear luminiscencia. Tampoco ignorar lo evidente. La noche llegó para quedarse. En mi boca siento gusto a almidón. Es el sabor del miedo. Esto recién empieza.
Estoy en el momento en el que el policía toca el timbre de mi departamento. Cambio el agua del bebedero del gato, como si nada pasara. No lo dejo subir por miedo a que sea una estafa, o un intento de robo, así que le contesto por el portero eléctrico. Me dice que las familias de mis amigas están preocupadas, que su inquietud se debe a que es lunes y todavía no volvieron. Al principio pienso que es una exageración, un miedo infundado. No entiendo por qué no podrían haberse quedado un día más antes de retomar sus rutinas, y confieso que no siento ni la más mínima alarma. Esa es otra de las cosas que no me cierra de la historia. Siempre creí que si algún ser querido mío estuviera muriendo, de alguna manera lo sentiría. Pero estaba equivocada. Mis amigas eran asesinadas salvajemente el sábado a la noche, y yo comía sushi y miraba televisión.
Mientras tiro pétalos de rosas de una canasta a cada una de las fosas, mientras escucho los sollozos y gritos de sus familias, padres, maridos e hijos destrozados, pienso en que todo es mi culpa. El cura esparce incienso con un no sé qué que mueve como péndulo, reza, repite la frase “del polvo venimos” o la de “bienaventurados los que sufren” yo lo miro con desconfianza. No soy bienaventurada, y tampoco vengo del polvo, por lo menos no de ese que menciona. Me castigo por pensar en un chiste en este momento, pero sonrío sabiendo que mis amigas, donde sea que estén, se están riendo. Tenemos esa conexión. Somos un mismo organismo. Caigo en la realidad que no las tengo más. Me faltan mis brazos, mis piernas, mis ojos y mis oídos. Estoy desmembrada. ¿A dónde se fueron? Algunos de sus hijos me miran. Me cuesta devolverles la mirada. Esta vez el sabor en mi boca es ácido. Es por la culpa. La idea del simulacro de entierro fue de las familias. Necesitaban darle un cierre, dejar el pasado atrás. La cantidad de sangre encontrada en el lugar no dejaba dudas, no podían estar vivas. Yo no quiero darle un cierre. Yo no puedo dejar el pasado atrás. Yo soy el pasado.
Vuelvo a ese lunes a la mañana cuando le digo al policía por el portero eléctrico la locación secreta. Son coordenadas. Nunca íbamos a campamentos normales. No seguíamos caminos delimitados. En cambio usábamos Google Maps para encontrar un lugar que tuviera todo lo que quisiéramos. En este caso una laguna, árboles y nada alrededor. Entiendo por la voz del uniformado, que la idea de acampar en un lugar tan remoto no fue buena. Me recomienda acompañar a los familiares a la comisaría, donde están reunidos. Cuando llego noto que las miradas me atraviesan. Cuando hablan veo grises y marrones. Me odian. Siempre creyeron que yo era mala influencia. Y tienen razón. “Hagamos un viaje de amigas” había sido mi última y estúpida propuesta, y ahora esperábamos noticias del móvil que habían mandado al lugar. Me quedo en la comisaria esperando, mientras se nos informa en tiempo real, los pasos de los agentes. Lo primero que se escucha es la interferencia propia de los equipos de radio. Arribando a la zona, vehículo blanco identificado. Por adentro me regocijo. Tenía razón. No les pasó nada. La idea era manejar hasta el lugar, dejar el auto escondido, saltar la tranquera, y caminar en dirección a la laguna, pocos kilómetros adentro. No era la primera vez que lo hacíamos. En general los dueños de los campos no nos descubrían, y si lo hacían teníamos un as bajo la manga. No quiero mencionarla ahora. Pensar en ella me duele. Me la imagino riéndose, sacando de su bolso vino y algunas pastillas. Las veo sentadas en ronda, veo sus caras de sorpresa cuando los policías se aceran. Escucho de sus bocas la anécdota del día en el que las creyeron desaparecidas. Me imagino una posibilidad entera, hasta el último detalle.
La interferencia de la radio intercepta mis pensamientos. Tengo visual de la carpa. Está rota. Parece no haber nadie adentro. En ese momento yo, y todos los que estamos en ese cuarto empezamos a inquietarnos. Mi corazón se acelera. Lo tranquilizo convenciéndome que lo más probable es que hubieran salido a caminar y que la rotura de la carpa se debiera a una razón mucho más simple que adversa. Estoy construyendo mi teoría, casi disfrutando de imaginarlas nadando en la laguna, o corriendo por ahí, cuando el policía lo dice. Manden refuerzos, esto es una escena de crimen.
Lo que vino después fue todo confusión. Un coctel de colores y gustos. Quise subir al auto e ir, pero la policía me retuvo, Tenía que declarar. ¿Quién sabía que estaban ahí? ¿Cuál de las tres tenía un amante violento? ¿Quién les vendía droga? No pude responder ni una pregunta. Cuando finalmente pude irme fui directo a mi casa y me metí en la cama. Los periodistas pasaban la noticia, entrevistaban a los lugareños, algunos decían que se trataba de un acto diabólico, producto de alguna fuerza desconocida, otros de un loco de atar. Me acosté mirando el techo. Nada tiene sentido. Eso no es verdad. Reformulo. Todo tiene sentido.
Mientras veo como uno de los sepultureros esparce tierra sobre los cajones, mi corazón se deshace. Tengo miedo. Estoy sola. Lo único que me queda es el recuerdo, y me siento en la obligación de explorarlo, aunque eso signifique perderme para siempre. Alguien trae las coronas de flores que acompañan las lápidas. De a poco todos se van yendo. Me quedo parada inmóvil. Un nudo en el estómago me anticipa un desenlace difícil, aunque lo desconozco. A partir de ese momento el tiempo se difumina. No hay colores. Días, semanas confusas y agobiantes. Si mi mente pendía de un hilo, después de los crímenes terminó de fragmentarse. Tampoco hice mucho para evitarlo. A mis 37 años no tengo nada. Solo preguntas, un pasado oculto y la soledad que me acompaña en cada paso. Soy un árbol en el medio del desierto, una especie en vías de extinción, una ballena sin canto, un cuerpo invisible y sobre todo, una encubridora.
Hay noches en las que sueño que estoy con ellas adentro de esa carpa. La escena se repite siempre igual. Estamos acostadas, miro los ojos de Iris y están en pánico. Hace un gesto con su mano, lleva su dedo índice a su boca indicándome que haga silencio. Las otras dos duermen. De repente empiezo a sentir mucho calor. Con un cuchillo empieza a romper la carpa mientras trata de decirme algo que yo no entiendo. Unas sombras parecen correr alrededor nuestro, aunque no escucho sus pasos, solo un ruido fuerte, como de rocas chocando. El calor se hace intenso. Antes se salir mira por sobre mi hombro. Su cara palidece. No me animo a girar. Después de hacer el tajo lo suficientemente grande como para que su cuerpo pueda escapar, leo sus labios. No te olvides, me dice y desaparece en el bosque. Cuando intento darme vuelta me despierto. Las imágenes y el calor persisten, pero estoy en mi cama. O eso es lo que pienso.
Una carga descomunal empieza a tomarme por completo. Se inicia en el centro del corazón y se ramifica sin control. Mi cuerpo ya no me pertenece. Me expulsa como si fuera un objeto extraño, como si no entráramos bajo la misma piel. Soy demasiadas personas a la vez. Entiendo que es momento de elegir. Ya no puedo vivir así. Armo mi mochila y me voy. Tengo planeado acampar en el mismo lugar. Tengo planeadas muchas cosas. Menos volver sin saber la verdad.